Hay dos verdades fundamentales en las cuales meditar: quien es Dios y quien soy yo. Cuando reflexionamos acerca de Dios, las Escrituras nos guían diciendo que él es verdadero, totalmente santo y puro; sin corrupción alguna; elevado a la singularidad suprema; alto y majestuoso, inigualable en perfección y excelencia. Es bueno aquí recordar la visión de Isaías, donde contempla al rey de la gloria y a criaturas angelicales que ni siquiera pueden mirar directamente al trono majestuoso. Dios es justo y recto, bondadoso, sin ninguna injusticia, maldad o impureza. Dios es “Santo, santo, santo”. ¡Que este sea el combustible de nuestra meditación! Que el corazón se encienda en adoración al considerar a Dios en esta descripción de Moisés, y nos postremos en adoración solamente a él. Mas aunque él no tiene mancha, nosotros sí, y nos presentamos ante su presencia manchados, con corazones torcidos (nota que lo torcido es lo opuesto de lo recto), pervertidos por nuestros deseos pecaminosos. ¡Oh! Como nos presentaremos ante el Dios verdadero, si en nosotros hay tanta mentira. ¡Que este sea el combustible de nuestro arrepentimiento y confesión! Para apartarnos del pecado y para apegarnos solamente a su misericordia. Aunque él nos ha escogido en nuestra cautividad, y nos ha hecho solo el bien, entregándonos su compañía, dándonos su cuidado y ternura como el águila ¿cómo hemos respondido? Hemos menospreciado su amor, lo hemos olvidado, y lo hemos abandonado, hemos provocado y encendido su ira con nuestra inmundicia y rebelión. Y aunque podamos parecer desvalidos ante sus justos juicios, él nunca cesa de amar y recoger a los suyos, a sus escogidos, para quien él es la Roca inamovible de los siglos.
Preguntas de reflexión:
¿Cómo describirías un contraste entre la santidad de Dios y tú? ¿en qué sentido te has torcido, contaminado, o desviado? ¿cómo te llevan estas verdades a adorar a Dios y aferrarte a su misericordia?
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