domingo, 3 de julio de 2022

3 de julio. Isaías 65:2 Extendí mis manos todo el día a pueblo rebelde, el cual anda por camino no bueno, en pos de sus pensamientos

    La condición depravada del ser humano lo puede llevar naturalmente a la cascada de la obstinación. Rechazar continuamente los brazos abiertos del Señor, ignorando contantemente que él está ahí ofreciéndonos misericordia; él llama a voces “vuélvete a mí y tendré misericordia de ti”, pero los efectos del pecado han corrompido de tal manera nuestra alma, que, cual callosidad endurecida, no sentimos nada, no oímos su voz, no respondemos a su llamado, nos alejamos de él, y nos olvidamos de que está ahí extendiéndose compasivamente hacia nosotros. La obstinación es la hermana del orgullo, pues aunque es sorda a la palabra de Dios, es obediente a la palabra de su corazón. Esta le instruye “por aquí es mejor”, “este es el camino verdadero”, “la senda de la felicidad es hacia acá”, “no moriréis”, “seréis como Dios”. Así, en pos de nuestros pensamientos, por camino no bueno, rechazando obstinadamente al Señor, nos volvemos nosotros mismos “dios”, convenciéndonos, a través de la sensualidad, que nuestro razonamiento es más sabio que el de Dios, que la dirección de nuestro corazón es vida, y el camino del arrepentimiento es muerte; tal es nuestra ceguera y el embrutecimiento, que llamamos a lo amargo, dulce; y a lo dulce, amargo. Así somos, así nos obstinamos; diga ahora el humano: la rebeldía está impregnada en mi corazón. Sin embargo, no importa cuánto nos esforcemos por predicarnos el engaño de nuestro corazón, lo efímero de nuestros pensamientos, y la vanidad de nuestra sabiduría, al final del día la dureza hace su trabajo y nos lleva de la mano por donde el corazón quiere. Lo único que nos puede salvar de esta miserable condición es Dios mismo, extendiendo sus manos hasta que sus dedos toquen el alma, y por su gracia quiebre la piedra de la obstinación con el fuego de su amor, y produzca en nosotros el volvernos a él, “entrar en el santuario para ver el fin” de una vida sin la amistad de Dios, mas, por sobre todo, contemplar y gustar sus manos, que antes extendidas, ahora están alrededor de nosotros abrazándonos y redimiéndonos del poder marchitador del pecado. “No conocemos ninguna otra forma de mantener el amor al mundo fuera en nuestros corazones, que manteniendo nuestros corazones en el amor de Dios” (Thomas Chalmers).

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