A menudo nosotros desvaloramos esta declaración fundamental de las Escrituras acerca de nosotros mismos, pues consideramos que lo que emana del corazón es siempre algo necesariamente “bueno”: sí algo me gusta y lo deseo es el camino que seguir; mis decisiones son inherentemente verdaderas; mis pensamientos y sabiduría siempre serán los mejores; mis emociones son sinceras y por tanto puras, etc. Lo que ignoramos es que Dios dice todo lo contrario respecto de nosotros, y consiguientemente, lo que sale de nosotros ¡no es de fiar! Nuestra voluntad, pensamientos y emociones están afectadas por el pecado, y así, lo que sale de nosotros es engañoso, está cubierto con una capa de mentiras. Nuestro corazón es el ilusionista más eficaz, performa actos insidiosos, que parecen inofensivos, pero esconden gran daño a nuestras vidas. Nos guía por caminos grises, mostrándonos cuan bueno y deleitoso son dichas sendas, pero su fin es apartarnos de Dios. El corazón es el maestro silencioso, pues nos lleva de la mano hacia donde él quiere apelando como un mimo solamente a lo sensual, sin necesidad de explicarnos nada. El engaño es básicamente así.
Debemos considerar atentamente lo que Dios dice respecto de nosotros, y creerlo. Cuando ignoramos la naturaleza de nuestro corazón, ya estamos en un estado de engaño. Y aun con todo, nunca podremos sondear las motivaciones más profundas de nuestro interior. Por lo tanto, debemos desconfiar de lo que sale de nosotros y asirnos a la palabra de Dios, el corazón pecaminoso es incurable para nosotros, pero para Dios nada hay imposible. Él nos puede guardar “de los errores que me son ocultos”, él puede reformar el corazón y darnos verdadero y profundo arrepentimiento.
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